No se nota. Bien es verdad que no se nota. Nadie lo habría jurado al observar las celebraciones de Nochevieja, pero España vive en estado de alarma.
Personalmente estuve totalmente de acuerdo cuando se declaró. El chantaje sistemático por parte de los controladores se hacía insostenible, y el Gobierno hizo lo que tenía que hacer. Incluso los detractores más fervientes de José Blanco le presumen inteligencia suficiente como para prever lo que podía ocurrir firmando el decreto famoso el viernes previo-puente, y todos recordamos los acontecimientos que siguieron a la firma: los controladores subestimaron al Gobierno y, sobre todo, no imaginaron que los españoles podríamos aplaudir el pasar (aunque fuese de manera temporal) a un estadio inferior de democracia. Horas después las torres de control estaban militarizadas.
Hasta ahí, todo bien. Lo inaudito empieza en el momento en el que se comienza a hablar de prolongar el estado de alarma. Se nos presenta la posibilidad como la manera de garantizar la normalidad del tráfico aéreo durante las navidades pero... ¿es que ahora los fines justifican los medios? Sin duda reinstaurando el régimen y fusilando a todo el que no se presente en su puesto de trabajo los aviones circularían de lo más ordenaditos y puntuales, pero sin duda escupiremos a la cara de cualquiera que nos haga semejante propuesta. ¿Cómo se explica entonces que se haya prolongado el estado de alarma -esta democracia menor- y nos quedemos todos tan campantes?
Supongo que nos falla la memoria. Nos tranquilizan hoy explicando que los poderes extraordinarios adquiridos con el estado de alarma solo se aplicarán a los controladores pero, ¿no se tranquilizaban igual los afines al régimen en España hace cuarenta años? Por aquel entonces cierta parte de la población vivía encantada sin democracia. De hecho, los poderes totalitarios del gobierno solo los padecían los "malos", los "enemigos del régimen". Y mientras tanto los demócratas se rasgaban las vestiduras sin preguntar en ningún momento si estos "malos" eran muchos o pocos.
Cuando llegó la democracia asumimos que los derechos y las libertades deberían ser para todos por igual. Sin buenos ni malos. Incluso para los que no querían que los derechos y las libertades llegasen. Y eso era precisamente lo que nos distinguía de ellos y nos hacía mejores. Que hoy haya menos democracia, aunque solo para unos pocos, nos hace menos distintos y menos mejores que aquellos enemigos de la democracia que anularon nuestros derechos y libertades durante varias décadas. Y lo peor, y lo que nunca entenderé, es que no se nota. No se nota nada.
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