Mucho se ha hablado en los últimos tiempos sobre la España de las autonomías. Son de tales dimensiones los ríos de tinta que se han destinado a escribir sobre ello que cuesta resumir, pero más o menos la historia va así: hubo en España unos tiempos de bonanza económica (burbuja inmobiliaria) en los que atábamos a los perros con longaniza, el mileurismo era una opción de vida adoptada voluntariamente por los jóvenes (diversos informes gubernamentales demostraron incluso que a los licenciados superiores con estudios de postgrado y varios idiomas les resulta irresistible el número 1.000) y el que no tenía dos casas y un coche de lujo era porque en todos los colectivos hay individuos sin aspiraciones materiales. Ante semejante situación, yendo como íbamos tan sobrados de todo, nuestras administraciones se dedicaron al más puro despilfarro de dinero habido y prestado; y se transfirieron competencias entre los gobiernos central, local y autonómico como quien se cambia cromos o tarjetas de visita.
Luego llegaron las vacas flacas. Faltó el dinero para pagar las facturas y un señor de Santander bastante indignado hizo por vez primera la pregunta del millón: ¿Dónde está la pasta? Primero las miradas se dirigieron a Solbes, luego a Salgado; pero como ni en varias vidas podrían haberse gastado tanto ellos dos solitos se buscó a un tercer culpable: nuestro modelo autonómico y las transferencias de competencias.
Desde entonces se habla de un fantasma de diecisiete reinos de taifas despilfarradores que sólo generan deudas y desigualdades entre los españoles. Y como a mi estas demonizaciones simplonas del tipo "conspiración judeomasónica" me recuerdan en exceso a cierto tipo bajito de Ferrol; prefiero analizar un poquito más las cosas y echar un vistazo a las partes del problema por separado.
Por un lado tenemos el tema del despilfarro. He comprobado tras un intensivo estudio que transferir competencias no equivale a despilfarro en ningún diccionario. No voy a entrar a discutir qué competencias deberían transferirse y cuáles no, pero hay casos en los que se puede dar un servicio mucho más eficiente y barato a los ciudadanos desde un gobierno autonómico o local que desde el central, y esto es innegable. El problema y el despilfarro vienen cuando estos gobiernos (en los tres niveles) no asumen sus competencias sino que a su vez las transfieren a un entramado interminable de empresas públicas, concesionarias y demás familia de organismos subsidiarios sin prácticamente ningún tipo de control por parte de nuestras instituciones; que se gastan la mayor parte de lo destinado a la provisión de un servicio en sus propios sueldos, salarios y gastos de mantenimiento. Cuando, sumado a esto, encontramos que ciertas competencias no se transfieren, sino que simplemente se duplican o triplican; nos damos cuenta de que el problema no son las transferencias de competencias per se, sino la desorganización e ineficacia con las que las hemos acometido. Pero claro, siendo como son los mismos partidos los que acaparan la mayor parte de gobiernos de los tres niveles, admitir este hecho sería un ejercicio de autocrítica inaudito, con lo que la opción de culpar al modelo autonómico gana muchos enteros.
Por otra parte está lo de las desigualdades. Y no quiero caer en las visiones apocalípticas de desmembramiento de España evocadas por aquellos que añoran los tiempos en los que todo se decidía en El Pardo; pero bien es verdad que en los últimos años se ha generado un problema en este sentido. Y no es tanto de pérdida de la unidad de España como de falta de cohesión social. Y si resulta especialmente alarmante es porque nuestro modelo de crecimiento y desarrollo en España y en Europa durante las últimas décadas ha tenido en la cohesión social uno de sus pilares fundamentales. Así es que no solo es injusto que en nuestro país haya ciudadanos de diferentes categorías sino que afecta al progreso del conjunto. Pero, ¿realmente estas desigualdades entre regiones las genera el Estado de las autonomías? Porque no deja de ser verdad que sin autonomías no tendrían porqué producirse, pero eso no convierte al modelo en culpable automáticamente. Más bien los desequilibrios se han producido por transferir a diferentes velocidades a según qué territorios; y esto ha ocurrido porque las competencias autonómicas han funcionado como moneda de compra de votos en el Congreso. O sea, que una vez más demostramos que el problema no es de modelo sino de actuación por parte de los principales partidos políticos. Y alguno seguro que sale con la cantinela de la ley electoral y la excesiva influencia de ciertas comunidades en el Congreso de los Diputados. Pero de nuevo se trata de una estrategia para no asumir responsabilidades. El problema aquí no es que cierto colectivo cuente con un número determinado de escaños en el Congreso, sino lo que los diferentes Gobiernos han entregado a cambio de los votos de esos escaños. Y si catalanes o vascos tienen un exceso de peso relativo en la política nacional es por la irrelevancia del Senado y la Jefatura del Estado como agentes compensadores. Si en un sistema bicameral sólo ejerce poder una de las cámaras las descompensaciones son inevitables, sea cual sea la ley electoral de turno; aunque este asunto merecería su propia entrada en este blog.
En definitiva, cuestionar nuestro modelo autonómico, a pesar de que siempre es bueno revisar las cosas, en este caso no está siendo más que una manera disimulada de echar balones fuera; un modo de disfrazar la inoperancia, ineficiencia y desvergüenza de siempre de los de siempre. De los que nunca se ponen de acuerdo excepto para subirse el sueldo y echar juntos balones fuera.
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