martes, 22 de febrero de 2011

Defectos que son virtudes

          Mañana se cumplen 30 años del 23-F (no creo que a nadie le haya pasado desapercibido con semejante bombardeo mediático) y, una vez más, nos equivocamos al juzgar los acontecimientos. Tal vez uno podría pensar hace tiempo que España necesitaba años para poder analizar los hechos con perspectiva; pero ahora que ya son tres décadas las que nos separan de aquella fecha, empieza a tocar asumir que jamás vamos a hacerlo. Seguirán pasando los años y nosotros seguiremos atribuyendo el mérito a los mismos héroes, olvidando a los que verdaderamente abortaron el golpe.

          Y no seré yo quien quite méritos al papel del Rey Don Juan Carlos en la resolución de la situación; no en vano afirmo hace mucho tiempo que España no es monárquica sino juancarlista, en parte importante por su actuación esa tarde-noche. Menos aún dejaré de quitarme el sombrero ante la valentía de Suárez, Gutiérrez Mellado o el propio Carrillo (aunque estoy con Rguez. Ibarra en alegrarme de que sólo fuesen tres); ni de admirar la serenidad y firmeza de Sabino Fernández Campo. Ahora bien, si a algo se debió el fracaso del golpe de estado del 23 de febrero de 1981, fue a la falta de narices (Pérez Reverte diría huevos o cojones, pero servidor aún no está a la altura) del españolito de a pie.

          Seguro que más de uno al escuchar semejante afirmación emula al Chiquito y suelta lo de "¿comorl?", pero basta con dedicar unos minutos a repasar el plan de Armada, o de Milans del Bosch o de quien fuese en verdad para caer en ello: no creo descubrir la pólvora al escribir que Tejero era poco más que un títere en todo el fregado; un pseudo-demente con la motivación y la falta de cordura suficiente como para entrar en el congreso a tiros en plan western. Lo que resulta obvio es que el que ideó la trama contaba con que los españoles no iban a permitir que su recién estrenada democracia se fuese al traste por ningún chalado con tricornio y apenas doscientos tipos a sus órdenes; que se echarían a la calle a liar una buena zapatiesta, tal y como estos días han hecho tunecinos, egipcios o libios entre otros. Con Tejero pegando tiros en el congreso y el caos en las calles, estaría más que justificada la intervención de un ejército salvador que devolviese la normalidad al país que, eternamente agradecido, aplaudiría la consiguiente instauración de un gobierno de salvación encabezado por los militares. Pero, amigo, los españoles nos quedamos sentaditos en nuestras casas, y eso sí que no se lo esperaban. Seguramente desde su perspectiva los españoles habíamos permitido cuarenta años de régimen porque estábamos encantados con el caudillo, y así fue que ni siquiera lo vieron venir, y la única intervención militar que tuvo lugar esa noche fue la pasada de frenada de Milans en Valencia.

          Supongo que los que idearon el golpe, si es que siguen vivos, se preguntarán igual que yo cuándo dejó España de ser la España que echó a los franceses de la península a mordiscos y patadas en el culo. Investigarán en las bibliotecas intentando averiguar en qué momento nos convertimos en un pueblo tan conformista, apocado y, sobre todo, sin agallas. Porque, no nos equivoquemos, no tenemos problemas en echarnos a la calle a mostrar nuestra indignación sobre cosas que ya no pueden arreglarse, o para exigir que se aplique justicia a tiranos que viven lejos o a gritarle al mundo que nunca mais dejaremos que encalle un petrolero en nuestras costas; pero lo de enfrentarnos a cara perro con el que nos aflige un daño ya no va con nosotros. Ante cualquiera que nos pueda responder, nos ponemos mirando a Cuenca y tan contentos. Y ya puede ser un descerebrado con tricornio o una clase política mentirosa y corrupta que lo mismo declara un estado de alarma que permite a unos terroristas presentarse a las elecciones; mientras nos los podamos encontrar en el portal, optamos por quedarnos sentaditos en casa; y solo saldremos para acercarnos ordenaditamente y sin hacer ruido a las oficinas del INEM.

          Así es que cada año por estas fechas me uno a la celebración. Me alegro de corazón de que nuestra democracia no se viese interrumpida en el 81. Hay ocasiones en las que los defectos se convierten en virtud, y cuando ocurre es de cenutrios no felicitarse por ello. Ahora bien, tampoco es como para estar orgullosos. Y toda esta gente que se dedica a preguntar a diestro y siniestro dónde estabas tú para que a su vez les preguntes y poder contarte su experiencia personal del 23-F, sencillamente me espanta. Me repugna porque sé a ciencia cierta que estaban donde yo: sentaditos frente a la tele esperando a ver quién nos sacaba de esta. Y aunque ellos se molan mucho, a mi me produce vergüenza.

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