Esta semana hemos celebrado el día de la mujer trabajadora, y menos mal que solo ha durado 24 horas. Que uno no está en contra de reconocerle nada a mi madre, mis hermanas, mi mujer o mi hija; pero es que lo de los "días internacionales" es para mear y no echar gota. Durante una jornada señalada en el calendario por sabe-dios-qué organismo intergaláctico nos concienciamos todos un montón sobre el Sida, los derechos humanos, la igualdad de la mujer o lo que sea que ponga en el almanaque, como si el resto de los días no resultase importante. Y así el martes no podía poner uno la televisión sin que la mocosa de turno explicase las discriminaciones constantes que sigue sufriendo a día de hoy en España (a más de una me habría gustado enviarla a los tiempos de mis abuelas, a ver si se enteraba de lo que vale un peine), o el señor super-políticamente-correcto y enrollado a más no poder rasgándose las vestiduras y reconociendo su total y absoluta inutilidad comparado con cualquier mujer o hembra de casi cualquier especie animal, exceptuando crustáceas, amebas y poco más; a éste solo le faltaba añadir dramáticamente: "A Dios pongo por testigo que lucharé con uñas y dientes para terminar con la injusticia de que la mujer cobre menos que el hombre por el mismo trabajo". Ahora bien, su sueldo no se toca, que se lo tiene ganado.
Las celebraciones por los logros en materia de igualdad se mezclaron con las propuestas y declaraciones de intenciones para logros futuros; y mientras se supone que debíamos estar encantados por ser cada día más iguales o por ir a serlo aún más en el futuro, las mujeres de España se vieron viviendo un día más en un país que les obliga a elegir entre ser buena profesional o ser buena madre. Se vieron en la frustrante situación de tener que optar entre su carrera y su familia. Sufrieron un día más el agotamiento que produce intentar ser la chica del anuncio de tampones o barritas super-bío; esa que en 24 horas hace lo que un ser humano normal tarda en hacer 24 días; y todo ello monísima, delgadísima y sin parar de sonreír, la tía.
Y uno no puede sino preguntarse si no nos habremos equivocado con esto de la igualdad. Porque, no nos engañemos, he consultado varios diccionarios y en ninguno de ellos se define igualdad como algo positivo en si mismo. Y puede parecer que sí lo es, cuando hasta no hace mucho incluso teníamos un ministerio dedicado a ello en exclusiva; pero no es así. Hace tiempo que equivocamos la equiparación de derechos, oportunidades y remuneraciones con la igualdad; y así es que mientras intentábamos obtener lo primero, lo que hemos conseguido es que la mujer pringue en la oficina hasta las ocho todos los días igual que sus compañeros varones. Y eso no es un derecho, eso es una putada. Y menos mal que somos poco eficientes, que si nos esforzamos un poco más con la misma conseguimos también para la mujer el cáncer de próstata.
Y una vez que estamos aquí; nuestros dirigentes se ponen a hacer propuestas que posibiliten la conciliación de la vida familiar y la carrera profesional, como el PP, que propone ampliar los horarios escolares. Pero una vez más no entienden o simplemente ignoran el verdadero problema: a una persona que sale de casa a las ocho de la mañana y vuelve a las ocho de la tarde agotada, no le queda nada que conciliar. Y punto. No hay que darle más vueltas. No resolvemos nada convirtiendo colegios en internados o concediendo permisos especiales en las empresas para llevar al nene al médico. Y la implicación paterna es tan necesaria como positiva, pero tampoco aporta gran cosa mientras él también llegue a casa poco antes de la cena. El problema es el horario español, que si no imposibilita, sí que hace que sea muy difícil ser un buen profesional y un buen padre al mismo tiempo.
En estos tiempos en que nuestros partidos políticos se retan a ver quién le echa más narices y propone las reformas estructurales más estructurales y reformantes, no estaría de más que cogiesen el toro por los cuernos y asumiesen de una vez por todas que nuestros horarios son insostenibles. Que nos toca adoptar un horario lógico y eficiente como el de la práctica totalidad de las democracias occidentales; donde no cambiarían salir del curro a las cinco con la jornada finiquitada por una siesta ni aunque la pudiesen dormir con Brad Pitt o Mónica Bellucci. Que, en definitiva, nuestros horarios nos convierten en el país menos productivo de nuestro entorno, aleja a los padres de sus familias y, sobre todo, hace que las mujeres sientan que las han timado con esto de la igualdad.
Y, no es por tocar las narices, pero cambiando horarios igual ahorrábamos algo más de energía que con los 110...
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