Aquellos que nos quejamos del irracionalmente excesivo número de leyes a las que nos vemos sometidos lo hacemos habitualmente partiendo de una premisa: las leyes están para ser cumplidas. Si nos sentimos abrumados ante la maquinaria generadora de normas, leyes y reglamentos en la que se van convirtiendo paulatinamente los estados modernos, es precisamente porque sabemos que en el respeto a la Ley radican los fundamentos de cualquier sistema democrático.
Esto ocurre en la España de hoy, donde hay más de 100.000 leyes en vigor, resultando inevitable que la propia legislación incurra en contradicciones consigo misma. Al final, es la arbitrariedad de los gobernantes la que decide qué proyectos siguen adelante y cuáles no o, mucho más inquietante, quiénes han de cumplir ciertas leyes, y quiénes no, o qué leyes han de cumplir o dejar de cumplir ciertas personas en particular…
Esto, por supuesto, lo perciben los ciudadanos, especialmente porque lo sufren en sus propias carnes. Y, por si fuera poco, también se percatan de que en España el proceso legislativo no es ni mucho menos abierto o transparente, en el que pueda pueda participar la sociedad civil (por muy indirectamente que sea). Al contrario, las leyes son fruto de procesos opacos e impermeables, que tienen lugar en los despachos de las sedes de los partidos políticos, donde solo acceden ciertas élites extractivas.
Así las cosas, es cuando menos lógico que la ciudadanía perciba la Ley como algo ajeno. Y, ante la práctica imposibilidad de cumplir unas normas sin incumplir otras, asume que las leyes no conforman un marco de convivencia: las percibe como una mera herramienta de poder. Y, consecuentemente, siente rechazo. En consecuencia, cada vez más personas caen en el relativismo y entienden que el acatamiento de las leyes tiende a ser una opción personal puntual para cada caso particular y no un compromiso permanente de convivencia. Sin ir más lejos, asómense un rato a Cataluña.
Que la situación actual resulte lógica no quiere decir que debamos darla por válida. Es fundamental recuperar el aprecio a nuestras leyes por todo lo que protegen y representan. Y también velar por su cumplimiento porque lo que entendemos por democracia debería estar plasmado en nuestro ordenamiento jurídico. Y si no prestamos atención podríamos despertar un día y descubrir que proliferan amenazas que deberían estar desterradas hace ya varias décadas.
Sirva como ejemplo el caso de Kuwait Airlines, que lleva años practicando impunemente en nuestra moderna Europa occidental un racismo e intolerancia que todos entendíamos eran cosa de un pasado trágico, superado hace más de medio siglo.
En la primavera de 2016, esta aerolínea tuvo que asumir que si quería volar entre diferentes ciudades europeas tendría que cumplir con las legislaciones anti-discriminación y decidió no volar. A pesar de que países como Jordania o Egipto lleven tiempo ignorando el el boicot que la Liga Árabe decidió imponer a Israel hace más de 70 años, en Kuwait siguen empeñados en mantenerlo.
El grupo internacional de abogados The Lawfare Project presentó una querella en Suiza a raíz de la denuncia de un ciudadano al que Kuwait Airlines se negó a llevar de Ginebra a Frankfurt. Y la compañía, al comprender que para operar entre ciudades europeas no podía negarse a embarcar pasajeros con pasaporte de Israel, prefirió desmantelar todas sus rutas intra-Europeas e incurrir en pérdidas de cientos de millones de euros.
No era algo nuevo. Este grupo de abogados que ejerce lo que su directora Brooke Goldstein define de manera informal como “activismo litigante”, principalmente (aunque no exclusivamente) centrado en la lucha contra el antisemitismo, ya les había amenazado con emprender acciones legales en Estados Unidos en diciembre del año anterior, y la aerolínea había optado por desmantelar su puente entre Nueva York y Londres, que era una de las rutas que más beneficios aportaba a la compañía (y cuya cancelación fulminante supuso también pérdidas millonarias). Actualmente, de hecho, la misma historia se está repitiendo con los mismos actores, esta vez en Alemania…
Y cierto es que en el caso de los Kuwaitíes podemos llegar a entender que entre asumir pérdidas millonarias en Occidente o sufrir las iras del Emir en casa opten por lo primero (entre que le apliquen a uno nuestras leyes occidentales o le apliquen la Sharia la elección es sencilla).
Pero esto no debe distraernos de la importante labor que The lawfare Project lleva a cabo en pro del cumplimiento de nuestras leyes, así como de otros casos que ha puesto sobre la mesa. Esta misma semana, sin ir más lejos, han anunciado en España que podrían emprender acciones legales contra Google, Yahoo y Twitter. Y la condición que ponen para no hacerlo (lo que demandan, en definitiva) resulta bastante simple: que se cumplan nuestras leyes antidiscriminación y las propias normas internas de estas compañías. Han señalado casos concretos, demostrado que hoy día es mucho más probable ser censurado en cualquiera de estas plataformas por incurrir en algún discurso políticamente incorrecto que por incumplir las leyes vigentes en materia de odio o discriminación: Y semejante arbitrariedad es inaceptable.
Al final lo que evidencia el “activismo litigante” es que lo que necesitamos no son nuevas leyes, tal y como proponen casi todos los partidos del consenso socialdemócrata (paradójicamente los que más leyes nuevas proponen son los que luego antes invitan a sus seguidores a no acatar las leyes existentes redactadas por otros; y, por el contrario, los individuos o grupos que más respetuosos se muestran con la Ley son siempre los que abogan por reducir drásticamente su número y sus ámbitos de actuación). Tampoco derogarlas o siquiera modificarlas.
Antes de plantearnos ninguna otra cosa, debemos asumir que hay que respetar las leyes; y debemos aprender no solo a acatarlas sino a velar para que sean cumplidas. Ya que ahí radica la base sobre la que se edifica cualquier convivencia democrática. Porque solo tras interiorizar que las leyes son de obligado cumplimiento, podremos valorarlas en toda su magnitud y gravedad.
Únicamente cuando entendamos que las leyes, su forma y su contenido nos afectan de manera inexorable, nos guste o no; comprenderemos la capital importancia de que nos impliquemos y participemos en su redacción y desarrollo. Debemos ser conscientes del enorme agravio y daño que supone que las leyes más importantes se pacten en despachos de partidos políticos fuera de las instituciones sin disimulo alguno. Porque mientras no seamos conscientes, será absurdo esperar que nos planteemos hacer algo al respecto…
Debemos, en definitiva, apreciar y valorar nuestras propias leyes; aunque solo sea para sentir su peso sobre nuestros hombros, exigir que nos permitan ejercer el papel que nos corresponde legítimamente y empezar a demandar menos y mejores leyes, que buena falta nos hacen.