lunes, 26 de marzo de 2018

Estar de acuerdo no es necesariamente bueno

Publicado con otro título (Hablan de consenso cuando deberían decir cambalache. WTFFFF?????), otro cierre y múltiples cambios en Disidentia el 25/03/2018. Tan cambiado que me vi obligado a exigir la retirada del artículo o al menos de mi firma. Se optó por lo primero


          Decía Nietzsche que “la mejor manera de corromper a un joven es enseñarle a tener en más alta estima a aquellos que piensan igual que a aquellos que piensan diferente”. Hoy en día, sin embargo, veneramos el encuentro y los acuerdos hasta el infinito y más allá. Nada valoramos más que la capacidad de hallar puntos en común, y llegamos incluso a entender el consenso no como un medio para perseguir un fin, sino como un fin en sí mismo. En boca de algunos el dichoso consenso resulta comparable a la panacea universal; y cada vez resulta más habitual toparse con declaraciones en las que políticos hablan de buscar y alcanzar acuerdos sin especificar en qué términos o tan siquiera con qué fin…

          Pero lo cierto es que eso del consenso; por muy molón, democrático y enrollado que suene; no puede ser un objetivo final, sino más bien un punto de partida. Claro está que para colectivistas de todo el espectro ideológico el hecho de que una posición sea compartida (o sea, colectiva) ya la coloca por encima de cualquier opinión individual, independientemente de su contenido; pero debemos entender que llegar a un consenso no es más que el establecimiento de unos parámetros, un acuerdo de mínimos, un escenario en el que trabajar. Porque cuando aplaudimos a los que proclaman, persiguen o defienden el consenso así sin más; sin pararnos a preguntar qué es lo que se ha consensuado o con qué objeto; lo que hacemos en verdad es evidenciar por enésima vez la vacuidad intelectual en la que estamos sumidos como sociedad. Tal y como hacíamos cuando aquel incapaz al que una sucesión de carambolas y desgracias colocó de presidente hablaba de talante; sin especificar si se trataba de talante vengativo, rencoroso, racista, misógino, traicionero, homicida, viperino o beligerante. Él apostaba por el talante y aquello debía de ser bueno, como el consenso; y nosotros aplaudiendo…

          Pues ya no es que no debamos aplaudir ante el consenso. Más bien todo lo contrario. Especialmente en la política. De hecho, cada vez que nuestros representantes políticos alcancen algún tipo de consenso deberían saltar todas nuestras alarmas. Porque, no nos engañemos; en España la política la hacen los partidos, y cada vez que los partidos han llegado a acuerdos lo han hecho para salvarse a sí mismos, nunca para favorecer a los ciudadanos. Los ciudadanos únicamente pasábamos por allí. Porque los partidos en España, como bien dice Javier Castro-Villacañas, en lugar de estar en la Sociedad se han incrustado en el Estado. Y si a mayores tenemos que al ser el Estado el que financia a los partidos, lo lógico es que los partidos representen al Estado y no a la Sociedad; pues poco bueno cabe esperar de los acuerdos que puedan alcanzar entre ellos.

          Resulta incluso gracioso comprobar cómo toda esa suerte de diferencias insalvables y posturas irreconciliables que (tal y como a ellos mismos les gusta decir en plan hortera) llevan en su adn, se salvan y se reconcilian en un santiamén en cuanto asoma por debajo de la puerta la patita de un enemigo común. ¿Acaso no recuerdan el verano de 2011? Tras siete años de “crispación” y total desencuentro de pronto el presidente y el líder de la oposición en una tarde pactan una reforma de la Constitución. ¡La Constitución, nada menos! Europa cerraba el grifo y quebraba el “chiringuito”, y por ahí sí que no. Marchando una de consenso, firmamos lo que haga falta, y al que pregunte le decimos que ha sido para salvar la sanidad y la educación. Y mañana, por supuesto, volvemos al rollito insalvable e irreconciliable… Y volvió a ocurrir en 2013 tras el relevo entre los dos “grandes” partidos; Merkel apretó tuercas y a gobierno y oposición les faltó tiempo para alcanzar el consenso una vez más…

          Pero más allá de lo ridículo que resulta en ocasiones, lo importante es que comprendamos que lo único que persiguen los acuerdos entre partidos es la supervivencia de la partitocracia; o sea, de ese “aparato del Estado” en el que, por el que y para el que existen. Y lo más a lo que podemos aspirar es a que sus consensos no nos perjudiquen o incluso nos acarreen beneficios a los ciudadanos como efecto colateral; porque en la mayor parte de las ocasiones el enemigo común que obliga a los partidos a ponerse de acuerdo somos nosotros, la sociedad civil.

          Por eso como ciudadanos debemos mantenernos alerta y recelar de cualquier consenso. Y cuantas más personas se sumen a él, más alerta aún deberemos estar. Porque aunque llegar a acuerdos pueda ser reflejo de tolerancia y entendimiento, no tiene por qué serlo necesariamente; y muchas de las grandes barbaridades cometidas por el hombre se han llevado a cabo alentadas por un consenso.
Miren si no hacia Cataluña. Allí se dan la mano la derechona más rancia y la izquierda más radical. Se forman alianzas y se alcanzan acuerdos que resultarían inconcebibles en cualquier otro punto de nuestra geografía (¿recuerdan la que se lió cuando en Extremadura hubo un gobierno del PP gracias a la abstención de IU?). Pero a estas alturas no creo que nadie entienda que se deba a una especial capacidad para la negociación o el entendimiento por parte de los catalanes. Que los partidos en Cataluña puedan superar semejantes diferencias y anteponer a todas ellas el ideal de independencia no demuestra ningún tipo de generosidad ideológica. Más bien lo que evidencia es por un lado que las discrepancias insuperables de los partidos son mero postureo y, sobre todo, el carácter totalitario del independentismo; que establece unos objetivos prioritarios anteriores a cualquier tipo de convicción ideológica o tan siquiera democrática. Al más puro estilo de los regímenes que anteponen destinos de razas, consolidación de revoluciones o movimientos nacionales a todo lo demás…

          Cuidado, pues, con el mantra del consenso. Nuestro bien nunca es lo que lo motiva. Y eso por no entrar en lo antidemocrático que puede resultar que unos partidos con (supuestamente) unos fundamentos ideológicos determinados y unos programas electorales concretos pacten y acuerden a espaldas de sus votantes saltarse unos u otros de sus principios según consideren oportuno…

          Se puede estar de acuerdo sobre la mayor de las barbaridades, y entre partidos los acuerdos se alcanzan contra nosotros o en todo caso a pesar de nosotros. Así las cosas, pensémoslo al menos antes de aplaudir al próximo al que se le llene la boca hablando de perseguir y alcanzar consensos.