Decía Nietzsche que “la mejor manera de corromper a un joven
es enseñarle a tener en más alta estima a aquellos que piensan igual que a
aquellos que piensan diferente”. Hoy en día, sin embargo, veneramos el
encuentro y los acuerdos hasta el
infinito y más allá. Nada valoramos más que la capacidad de hallar puntos
en común, y llegamos incluso a entender el consenso no como un medio para
perseguir un fin, sino como un fin en sí mismo. En boca de algunos el dichoso
consenso resulta comparable a la panacea universal; y cada vez resulta más
habitual toparse con declaraciones en las que políticos hablan de buscar y
alcanzar acuerdos sin especificar en qué términos o tan siquiera con qué fin…
Pero lo cierto es que eso del consenso; por muy molón,
democrático y enrollado que suene; no puede ser un objetivo final, sino más
bien un punto de partida. Claro está que para colectivistas de todo el espectro
ideológico el hecho de que una posición sea compartida (o sea, colectiva) ya la
coloca por encima de cualquier opinión individual, independientemente de su
contenido; pero debemos entender que llegar a un consenso no es más que el
establecimiento de unos parámetros, un acuerdo de mínimos, un escenario en el
que trabajar. Porque cuando aplaudimos a los que proclaman, persiguen o
defienden el consenso así sin más; sin pararnos a preguntar qué es lo que se ha
consensuado o con qué objeto; lo que hacemos en verdad es evidenciar por
enésima vez la vacuidad intelectual en la que estamos sumidos como sociedad.
Tal y como hacíamos cuando aquel incapaz al que una sucesión de carambolas y
desgracias colocó de presidente hablaba de talante; sin especificar si se
trataba de talante vengativo, rencoroso, racista, misógino, traicionero,
homicida, viperino o beligerante. Él apostaba por el talante y aquello debía de
ser bueno, como el consenso; y nosotros aplaudiendo…
Pues ya no es que no debamos aplaudir ante el consenso. Más
bien todo lo contrario. Especialmente en la política. De hecho, cada vez que
nuestros representantes políticos alcancen algún tipo de consenso deberían
saltar todas nuestras alarmas. Porque, no nos engañemos; en España la política
la hacen los partidos, y cada vez que los partidos han llegado a acuerdos lo
han hecho para salvarse a sí mismos, nunca para favorecer a los ciudadanos. Los
ciudadanos únicamente pasábamos por allí. Porque los partidos en España, como
bien dice Javier Castro-Villacañas, en lugar de estar en la Sociedad se han
incrustado en el Estado. Y si a mayores tenemos que al ser el Estado el que
financia a los partidos, lo lógico es que los partidos representen al Estado y
no a la Sociedad; pues poco bueno cabe esperar de los acuerdos que puedan
alcanzar entre ellos.
Resulta incluso gracioso comprobar cómo toda esa suerte de
diferencias insalvables y posturas irreconciliables que (tal y como a ellos
mismos les gusta decir en plan hortera) llevan
en su adn, se salvan y se reconcilian en un santiamén en cuanto asoma por
debajo de la puerta la patita de un enemigo común. ¿Acaso no recuerdan el
verano de 2011? Tras siete años de “crispación” y total desencuentro de pronto
el presidente y el líder de la oposición en una tarde pactan una reforma de la
Constitución. ¡La Constitución, nada menos! Europa cerraba el grifo y quebraba
el “chiringuito”, y por ahí sí que no.
Marchando una de consenso, firmamos lo que
haga falta, y al que pregunte le decimos que ha sido para salvar la sanidad y
la educación. Y mañana, por supuesto, volvemos al rollito insalvable e
irreconciliable… Y volvió a ocurrir en 2013 tras el relevo entre los dos
“grandes” partidos; Merkel apretó tuercas y a gobierno y oposición les faltó
tiempo para alcanzar el consenso una vez más…
Pero más allá de lo ridículo que resulta en ocasiones, lo
importante es que comprendamos que lo único que persiguen los acuerdos entre
partidos es la supervivencia de la partitocracia; o sea, de ese “aparato del
Estado” en el que, por el que y para el que existen. Y lo más a lo que podemos
aspirar es a que sus consensos no nos perjudiquen o incluso nos acarreen
beneficios a los ciudadanos como efecto colateral; porque en la mayor parte de
las ocasiones el enemigo común que obliga a los partidos a ponerse de acuerdo
somos nosotros, la sociedad civil.
Por eso como ciudadanos debemos mantenernos alerta y recelar
de cualquier consenso. Y cuantas más personas se sumen a él, más alerta aún
deberemos estar. Porque aunque llegar a acuerdos pueda ser reflejo de
tolerancia y entendimiento, no tiene por qué serlo necesariamente; y muchas de
las grandes barbaridades cometidas por el hombre se han llevado a cabo
alentadas por un consenso.
Miren si no hacia Cataluña. Allí se dan la mano la derechona más rancia y la izquierda más radical. Se forman alianzas y se
alcanzan acuerdos que resultarían inconcebibles en cualquier otro punto de
nuestra geografía (¿recuerdan la que se lió cuando en Extremadura hubo un
gobierno del PP gracias a la abstención de IU?). Pero a estas alturas no creo
que nadie entienda que se deba a una especial capacidad para la negociación o
el entendimiento por parte de los catalanes. Que los partidos en Cataluña
puedan superar semejantes diferencias y anteponer a todas ellas el ideal de
independencia no demuestra ningún tipo de generosidad
ideológica. Más bien lo que evidencia es por un lado que las discrepancias
insuperables de los partidos son mero postureo y, sobre todo, el carácter
totalitario del independentismo; que establece unos objetivos prioritarios
anteriores a cualquier tipo de convicción ideológica o tan siquiera
democrática. Al más puro estilo de los regímenes que anteponen destinos de razas, consolidación de
revoluciones o movimientos nacionales
a todo lo demás…
Cuidado, pues, con el mantra del consenso. Nuestro bien
nunca es lo que lo motiva. Y eso por no entrar en lo antidemocrático que puede
resultar que unos partidos con (supuestamente) unos fundamentos ideológicos
determinados y unos programas electorales concretos pacten y acuerden a
espaldas de sus votantes saltarse unos u otros de sus principios según
consideren oportuno…
Se puede estar de acuerdo sobre la mayor de las barbaridades, y entre partidos los acuerdos se alcanzan contra nosotros o en todo caso a pesar de nosotros. Así las cosas, pensémoslo al menos antes de aplaudir al próximo al que se le llene la boca hablando de perseguir y alcanzar consensos.