Hablemos claro: No existe conflicto en Cataluña, y mucho
menos político. Y esto no lo digo yo porque me crea más listo que nadie o
maneje información reservada a otros. Lo digo precisamente porque al no ser
especialmente listo, me toca tirar de memoria. Decía Einstein que la memoria es
la inteligencia de los tontos, y lo cierto es que para abordar el sempiterno
temita catalán necesitamos menos análisis sesudo y disertaciones sobre el
origen antropológico del seny, y más recordar nuestra historia reciente. Que no
hace ni dos años que se evidenció sin lugar a la menor duda que todo el
supuesto conflicto político de Cataluña era una burda farsa, y nuestro
incomprensible empeño en enterrar aquello en el olvido roza ya lo patológico.
Porque hasta hace un par de años
todo era muy distinto. Asumo que yo no era ni mucho menos el único al que la
sola idea de aplicar el 155 le provocaba sudores fríos. Por aquel entonces me
había tragado completa, sincera e inocentemente esa narrativa de media Cataluña
sintiéndose seriamente oprimida e injustamente sometida por el Estado español. Lo último que habría podido imaginar, era
que ese pueblo catalán que Diada tras Diada se echaba a la calle a exigir su
derecho a decidir, fuese a permitir que se les anulase la autonomía y se
metiese en la cárcel a los miembros de su gobierno autonómico que no se fugasen
a tiempo sin tan siquiera decir “esta boca es mía”.
Pero la realidad nada sabe de
narrativas, y así fue que el viernes 27 de octubre de 2017 (unos días después
del célebre amago de proclamación) el parlamento catalán sometió a votación y
aprobó la declaración de independencia de Cataluña, y apenas unas horas después
se aplicó el 155. Consecuencia: no solo no se obtuvo la votada (y tan presuntamente
ansiada) independencia, sino que se cesó al presidente de la generalidad y a
todos los miembros de su gobierno; se disolvió el parlamento regional y se
asumieron las funciones de las diferentes consejerías desde los
correspondientes ministerios del gobierno de España. Dicho de otro modo:
Cataluña perdió cualquier tipo de autonomía. Pasó a ser, de hecho, la única de
las 17 comunidades españolas sin un mínimo autogobierno. Habría cabido esperar
que algo así requiriese de intervenciones del ejército o tanques por las calles
como poco; pero lo cierto es que esto fue el viernes y no solo no ardió Troya,
sino que el lunes los catalanes se fueron a trabajar como si tal cosa.
Demostrando (para mi sorpresa) que todas esas exigencias de independencia,
autogobierno, competencias y demás matracas constantes durante las últimas
décadas no van con los ciudadanos de a pie, sino únicamente con su clase
política. Que el hecho diferencial de
los catalanes apenas existe. Al final son como los españoles de cualquier otra
región; que lo que quieren es poder trabajar, contar con seguridad y unos
servicios públicos decentes.
Sin embargo, hétenos aquí apenas
dos años después a vueltas y más vueltas con el temita catalán. Llamando conflicto político a un conflicto
entre políticos, que es una cosa muy distinta. Y tratando de conflicto
grave a lo que apenas llega a conflicto de intereses entre una casta política
catalana que ha hecho del independentismo un modo de vida, y unos políticos
españoles acostumbrados a comprar los apoyos que les faltan para poder gobernar
sin necesidad de hacer política. Y precisamente
eso es de lo que trata en verdad la cuestión: de que unos cuantos individuos
puedan seguir viviendo de la política sin tener que hacer política (algo para
lo que, todo sea dicho, no están ni lejanamente capacitados). En total,
hablamos de un problema que afecta a uno o dos cientos de personas; quinientas
a lo sumo. Nada que ver con los siete millones y medio de catalanes, y menos aún
con el resto de los 39 millones de españoles...
Pero lo mismo da. No hay
actualidad sin el asunto catalán. No hay discurso que no aluda directa o
indirectamente al independentismo. El
conflicto político que ni es político ni apenas conflicto lo acapara todo.
Monopoliza los medios. Y viendo las imágenes de Barcelona ardiendo y los
bloqueos de carreteras y autovías tendemos a pasar por alto la formidable
contradicción que todo ello supone: ¿de
veras se espera que creamos que este pueblo catalán que reacciona así ante la
sentencia del juicio del procés es el mismo que permitió que se encarcelase a
los protagonistas del procés sin apenas enarcar una ceja? ¿Que se trata de
los mismos ciudadanos que durante siete meses se atuvieron a vivir en una
región sin la más mínima autonomía con respecto al gobierno central sin
bloquear tan siquiera algún pasaje peatonal en Manresa? ¿Qué los que hoy tiran
adoquines aceptaron sin el menor aspaviento convertirse en la región con menos
autogobierno de Europa?
Si algo ha demostrado empíricamente la historia reciente es que en
Cataluña no hay manifestaciones, disturbios, cortes de autopistas y demás
“expresiones espontáneas” de la ciudadanía independentista si no son promovidas
y respaldadas por las instituciones. Por los cuatro gatos que necesitan aparentar
la existencia de una crisis política para justificar su propia existencia. Que no voy a negar que puestos a elegir haya un
número importante, podría ser que incluso mayoritario, de catalanes que fuesen
a preferir independizarse que seguir como hasta ahora; pero si algo
evidencia la experiencia del 155, es que no se trata de algo prioritario ni
mucho menos urgente. Que esa fábula de una región en la que la mitad de la
población se siente insoportablemente oprimida por el Estado Español es
precisamente eso: una fábula. Que lo que hay en Cataluña en verdad son unos
ciudadanos que dados a elegir eligen una hipotética independencia, y otros que
si tienen que elegir eligen continuar formando parte de España; pero que lo que
realmente quieren, unos y otros, es que les dejen irse tranquilamente a
trabajar.
Pero, mucho ojo; que no haya
conflicto político en Cataluña no significa que no atravesemos una crisis
política de una magnitud sin precedentes. Es más, toda la farsa en cuestión es
una cortina de humo para ocultar la verdadera y dramática crisis; una hábil distracción para apartar nuestra
atención del hecho de que nuestro futuro lo están negociando hoy mentecatos
como Gabriel Rufián, indigentes intelectuales como Adriana Lastra, y una
colección de ineptos tan indiscutiblemente incompetentes que ni saben lo que es
la política ni por supuesto cuentan con aptitud alguna para ejercerla.
A lo mejor, en lugar de tanto diálogo y tanta negociación; lo que necesitamos es poder empezar a elegir personas y no únicamente siglas. Porque ni los catalanes ni el resto de los españoles nos merecemos esto, aunque eso mejor lo posponemos para otro artículo. Por ahora dejemos que los catalanes se vayan a trabajar tranquilamente. Creo que con todo lo que llevan aguantado se lo tienen ganado de sobra.
A lo mejor, en lugar de tanto diálogo y tanta negociación; lo que necesitamos es poder empezar a elegir personas y no únicamente siglas. Porque ni los catalanes ni el resto de los españoles nos merecemos esto, aunque eso mejor lo posponemos para otro artículo. Por ahora dejemos que los catalanes se vayan a trabajar tranquilamente. Creo que con todo lo que llevan aguantado se lo tienen ganado de sobra.