Ya apuntaba malas maneras el asunto hace meses. Desde el momento en el que se marcó como definitiva la fecha del 2 de enero para la entrada en vigor de la nueva ley del tabaco se empezó a desatar la tormenta.
Y uno no puede evitar preguntarse porqué. Cómo es posible que tras la normalidad con la que asumimos la ley que en 2006 nos prohibió fumar en nuestro puesto de trabajo, montemos semejante revuelo por no poder fumar en los bares y restaurantes.
A poco que pensemos en ello fríamente vemos claro que se trata de un paso inevitable hacia el progreso, y de un paso que ya han dado la mayor parte de nuestros colegas europeos. Además, tras cuatro años sin poder fumar en muchos espacios públicos ni en nuestro puesto de trabajo, se trata de un cambio tan poco traumático que no tenemos porqué encontrar dificultad en asumir. Sin embargo, las reacciones a la nueva ley no se han hecho esperar, y no creo que se las tenga que relatar a ustedes. ¿Qué parte de la ecuación es la que falla entonces? Personalmente tengo alguna sugerencia:
Fundamentalmente han fallado las formas. Ninguna persona con dos dedos de frente defendería jamás el derecho a fumar del 30% de la población a costa de la salud de nadie. Al igual que nos hemos acostumbrado a no fumar en las casas de los no fumadores, podemos perfectamente entender que estos mismos no fumadores tienen tanto derecho como yo a tomarse algo en un bar, y que fumar en ese mismo bar no es un ejercicio de libertad, sino de desconsideración y falta de educación por nuestra parte. Ahora bien, si en lugar de presentar una propuesta en esta línea, se aplica una prohibición desproporcionada en el más puro espíritu revanchista como la que se nos ha impuesto, la cosa cambia. Si lo que se nos dice es que se nos obliga a velar por nuestra propia salud y que como no hemos sabido ser educados por las buenas, lo vamos a hacer por narices; pues es normal que se genere resentimiento. Porque una cosa es que el Estado regule para buscar la convivencia más adecuada a la mayoría, y otra muy diferente una persecución sistemática eliminando espacios habilitados para fumadores como los de los aeropuertos, prohibiendo fumar al aire libre o con el Ministerio de Sanidad animando a los no fumadores a denunciar a los fumadores que no cumplan la ley. Cuando entramos en este terreno, ya no hablamos de fórmulas de convivencia, sino de la más básica de las intolerancias. Y cuando se es intolerante con un 30% de la población, la cosa tiende a ponerse calentita.
Pero por si fuera poco, también es problemático el momento en el que se aprueba esta ley. No tengo que remitirme a encuestas o sondeos para afirmar categóricamente que los ciudadanos españoles están hasta el gorro de nuestros gobernantes. Aquellos a los que beneficia la ley, con la que nos está cayendo, no tenían entre sus prioridades actuales el poder ir a bares sin humo; con lo que hoy siguen más preocupados por encontrar empleo o llenar la nevera que por defender públicamente la medida. Por su parte, aquellos a los que supuestamente perjudica, bastante tenían ya con no saber cómo iban a pagarse el café, como para no poder acompañarlo de un pitillo. Para muchos de éstos la ley es la gota que colma el vaso, la guinda a los padecimientos que les impone este gobierno que tenemos.
En último lugar, pero no por ello menos importante, está la incoherencia del discurso oficial respecto al tabaco. Los fumadores son los mejores amigos del gobierno a la hora de pedir dinero; como parece que estamos todos de acuerdo en que es algo malísimo, suben y suben los impuestos al tabaco y encima se supone que les están haciendo un favor. Aproximadamente un 60% del importe que pagan por cada cajetilla va directamente a las arcas del Estado, con lo que en lugar de hablar de no fumadores y fumadores, tal vez deberíamos hablar de contribuyentes y contribuyentes premium. Así es que los fumadores, cada vez que el gobierno de turno limita su ámbito de ejercicio del tabaquismo, sienten que muerde la mano que le da de comer. Cuando además afirman categóricamente que el gasto sanitario que genera el tabaco supera lo recaudado, el fumador siente que por si fuera poco encima insultan su inteligencia. ¿Porqué si no, estando como está comprobadísimo lo malísimo que es, no se prohibe su comercialización?
Por suerte, a pesar de todo ello, los espacios públicos sin humo son progreso, y así lo veremos todos en mucho menos tiempo del que nos esperamos, tal y como hicimos con los aviones o nuestras oficinas. Una pena que por los despropósitos de nuestros gobernantes sólo vayamos a llegar a esta conclusión tras un periodo de crispación y enfrentamiento.
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